Nueve Semanas y Media, de Elizabeth McNeill..

La primera vez en que nos acostamos me sujetó las manos por encima de la cabeza. Me gustó. Él me gustaba. Era hosco, en una forma que se me antoja romántica; era gracioso, brillante, tenía una conversación interesante; y me daba placer.
La segunda vez, recogió mi foulard del suelo, donde yo lo había tirado al desnudarme, sonrió y dijo:
—¿Me dejas que te vende los ojos?
Nunca me habían vendado los ojos en la cama, y me gustó. Él me gustó más aún que la primera noche y, después, mientras me lavaba los dientes, no podía dejar de sonreír: había encontrado a un amante extraordinariamente habilidoso.
La tercera vez, me puso repetidamente a punto de correrme. Cuando estaba por enésima vez dispuesta a estallar, volvió a detenerse; oí mi voz incorporal suplicarle que siguiera. Me contentó.. Estaba empezando a enamorarme.
La cuarta vez, cuando estaba lo bastante excitada como para perder el mundo de vista, empleó el mismo foulard para maniatarme. Aquella mañana, me había mandado trece rosas a la oficina.
Es domingo, hacia finales de mayo. Estoy pasando la tarde con una amiga, que dejó hace más de un año la empresa para la que trabajo. Sorprendentemente para ambas, nos hemos visto más en el curso de esos meses que cuando trabajábamos en la misma oficina. Vive en el centro, y en su barrio hay una feria callejera. Hemos estado caminando, deteniéndonos, charlando y comiendo, y ella se ha comprado una cajita de plata para píldoras, destartalada, muy bonita, en un puesto donde venden ropa usada, todo tipo de objetos etiquetados como «antigüedades» y desmesurados retratos de pesarosas mujeres con acrílico incrustado en la comisura de sus bocas rosadas.
Vacilo antes de decidirme a desandar media manzana hasta la mesa donde he estado manoseando un chal de encaje que mi amiga ha calificado de costroso.
—Estaba costroso —digo a su espalda, pues me precede unos pasos, y espero que me oiga entre el tumulto—. ¿Te lo imaginas lavado y arreglado...?
Me mira por encima del hombro, se ahueca una oreja con la mano derecha, señala a una mujer, vestida con un enorme traje de hombre, que prueba con tanto cuidado como ardor un juego de tambores; pone los ojos en blanco, se vuelve.
—Lavado y arreglado —grito—. ¿No te lo imaginas lavado? Creo que voy a volver a comprarlo, tiene posibilidades...
—Pues más vale que lo hagas —dice una voz, cerca de mi oreja izquierda—, y deprisa. Cualquiera puede comprarlo y lavarlo antes de que te oiga con todo este ruido.
Me vuelvo bruscamente y miro ofendida al hombre que se encuentra justo detrás de mí; después, miro de nuevo al frente y trato de alcanzar a mi amiga. Pero estoy literalmente atascada. La multitud ha pasado del desplazamiento lento a la absoluta inmovilidad. Delante de mí, hay tres niños de menos de seis años, con helados italianos llenos de goterones; la mujer a mi derecha blande un sándwich mixto con peligroso brío; un guitarrista se ha unido a la percusionista, y su público los contempla hechizado, paralizado de tanta comida, aire puro y buena voluntad.
—Es una feria callejera, la primera de la temporada —dice la voz en mi oreja izquierda—. La gente entabla conversación con desconocidos. Si no, ¿qué sentido tiene? Sigo creyendo que deberías volver a comprarlo, sea lo que sea.
El sol brilla con fuerza, pero no hace calor, el aire es tibio; el cielo reluce, la atmósfera está tan límpida como en un pueblecito de Minnesota; el niño de en medio, delante de mí, ha lamido sucesivamente los helados de sus amigos; nunca he visto una tarde de domingo tan hermosa.
—No es más que un chal sarnoso —digo—, no vale nada. De todas formas, es un buen trabajo a mano, y cuesta sólo cuatro dólares, como ir al cine. Supongo que terminaré por comprarlo.
Pero ahora no hay adonde ir. Nos quedamos plantados, mirándonos de frente, y sonreímos. No lleva gafas de sol y guiña los ojos, mirándome hacia abajo; el pelo le cae en la frente. Su rostro se vuelve atractivo cuando habla, aún más cuando sonríe; se me ocurre que debe salir fatal en foto, al menos si se empeña en ponerse serio delante de la máquina. Lleva una camisa deshilachada, de color rosa pálido, y va arremangado; los pantalones caqui le caen formando bolsas —en todo caso, pienso, no es marica. La forma de los pantalones es uno de los pocos indicios que quedan para saberlo, aunque no siempre es seguro—. También lleva zapatillas de tenis sin calcetines.
—Vuelvo contigo —dice—. No perderás a tu amiga, todo este lío no dura más que un par de manzanas, terminaréis por encontraros, salvo que decida largarse de esta zona, claro.
—No lo hará —digo—, vive aquí.
Ha empezado a abrirse camino a empujones hacia el lugar de donde veníamos y me dice, por encima del hombro:
—Yo también. Me llamo...
Extraído de “Nueve Semanas y Media, Memorias de un amor” Libro Erótico de Elizabeth McNeill.




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